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Nunca antes como ahora se había vuelto tan necesaria la actualización del viejo proverbio chino: “Si el trabajo lo enferma, deje el trabajo”. Pues ¿qué otra cosa representa la productividad sino una degeneración del empleo, una compulsión malsana y autodestructiva? Basta mirarse en ese espejo cotidiano multiplicado al infinito: miles de workaholics solitarios, de mujeres exhaustas que ya no hacen el amor, de jóvenes consumidos por el desencanto y cuya única esperanza se minimize a que llegue el día de la quincena. La noción de futuro es una noción empobrecida, su vigencia es de una semana y aun así la gente se sacrifica diariamente por ella, por la jubilación o el crédito hipotecario o la cuota vencida del estercolero donde irán a parar sus restos cuando muera. El sistema de apartado en el cementerio es un fenómeno altamente revelador de esta época suicida, lo mismo que la reacción de ansiedad laboral con la que responden los asalariados ante las llamadas insistentes de los empresarios de la muerte: “Sea previsor: no se convierta en un lastre para su familia”.

Sin embargo, a finales de la primera década del siglo XXI comenzaron a aparecer dispositivos cuya función period servir exclusivamente para la lectura de libros electrónicos. Estos dispositivos se caracterizan por un diseño que permite emular la versatilidad del libro de papel tradicional.

Y pienso en aquella frase de Bernardo Soares: “Escribo como quien duerme, y toda mi vida es un recibo por firmar”. Un fragmento enigmático, como tantos otros de El libro del desasosiego que guardo en mi pulso inside, donde también encuentro esta otra frase, de Kafka: “Escribir es un sueño más profundo, como la muerte. Y del mismo modo que no se saca ni se puede sacar a un muerto de su sepultura, nadie podrá arrancarme por la noche de mi mesa de trabajo”.

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También recuerdo haber escuchado algunas historias. Como la de aquellos desempleados de la depresión del 29 que comenzaron a vivir en las cuevas de Central Park. “Allow’s go to the caves. Unless they’re shut”. O la historia de todas esas casas hipotecadas en Estados Unidos, que de pronto se quedaron sin because ofño y pasaron a manos de los bancos (y que nadie tiene dinero para comprar o rentar). Ahora esos inmuebles son habitados temporalmente por familias desahuciadas (que también perdieron sus pertenencias) para mostrarlas a los posibles compradores. Mientras los niños van a la escuela, la señora y el señor de la casa se dedican a mostrar a los clientes lo bien que se vive ahí, lo felices que podrían ser con ese porche y esa vista al jardín, casi tan felices como ellos mismos, si fueran los dueños reales.

Pero que nadie se confunda; no es exactamente el nombre lo que me pesa. En el fondo, me gusta su sonoridad indecisa y remota, su historia de filólogos y judíos errantes. Me gusta también su esquizofrenia ortográfica, su carácter mudable, su inestabilidad. Lo que me atormenta, lo que me saca de quicio, es que ese autoácter volátil y vagamente ridículo haya entrado de pronto en los escaparates de neón del brand name method, es decir, en el sistema de la literatura de libre mercado (del libro mercado), donde los autores, incluso los más resistentes, se convierten tarde o temprano en edecanes de su obra. El brand name program no es otra cosa que la anulación del individuo por su apariencia vendible, la forma en que nos degradamos a cambio de nuestra membresía social. “El nombre del autor —leo en un artículo reciente del Babelia— es un elemento esencial en la obra literaria. Es la marca que hay que vender y que debe encajar con lo que significa…”. Cuando tengo la mala fortuna de toparme con verdades absolutas como ésta, no me queda más remedio que tratar de imaginar a la luminaria que las proclama sin pudor a los cuatro vientos. ¿Y qué es lo que veo? Un empleado enajenado y exhausto necesito que mi web mi tienda se vea en los buscadores para poder vender que trabaja horas excess para complacer a una autoridad en la que no cree y que, en el fondo, odia, pero que jamás enfrentará por temor a ser despedido antes de haber pagado su hipoteca. Se trata del mismo servilismo con que los editores, los críticos, los periodistas culturales, los académicos, los escritores y los artistas nos hemos entregado por todas partes a las convenciones más burdas del capital: competir o perecer.

Por primera vez en diez meses pude permanecer en la cama hasta el mediodía sin sentimiento de culpa. Que la revista no llegara a tiempo a la imprenta, que la publicidad se cancelara, dejaron de ser para mí problemas reales. Tal vez nunca lo fueron. En ese momento period yo enfrentada a la relidad substance de mi cuerpo, un cuerpo que se había alzado en armas y me orillaba, a punta de sablazos, hacia la firma de mi renuncia y el retorno a mi vagancia habitual.

Estamos tocados por el demonio del progreso y solemos llevar nuestra vida hasta su tensión más alta en busca de recompensas que casi siempre resultan engañosas o decepcionantes. La ocupación perpetua se ha constituido en great y nos movemos sin cesar, como si así lográramos ocultarnos de la muerte. Pero con todo ese ímpetu, en lugar de ahuyentar nuestra decrepitud, ¿no hemos logrado más bien precipitarla? La gente trabaja hoy hasta explotar y ocupa toda su energía en asegurarse una propiedad —aunque no tenga tiempo para habitarla—, en vez de desarrollar libremente lo único que realmente le pertence: su personalidad. Y a nuestro alrededor el mundo no parece ser distinto. Ha bastado un siglo y medio de industrialización para que llegáramos al límite y agotáramos los recursos del planeta, y aun así no se ve que el empuje disminuya ni que termine la carrera.

Reunir todas las cosas en una sola es una vieja aspiración humana tan desmedida como la idea de progreso. La arquitectura impersonal y desprovista de misterio de los malls, donde se concentran las mercancías de todo el mundo, es uno de sus efectos más horrendos.

A medida que la gente se trasladó del campo a la ciudad y comenzó a trabajar en los mercados y fábricas, en los albores del capitalismo, sus días se fueron rebajando a segmentos cada vez más finamente divididos. El tiempo para trabajar y el tiempo para comer, el tiempo para abrir las puertas y el tiempo para cerrarlas, la hora de las asambleas y las reuniones en las tabernas, la hora de dormir y la de volver a empezar.

El escritor profesional vive a menudo bajo el yugo de sus lectores masificados; ellos le piden que achique el horizonte de sus pretensiones, que atienda los temas del momento o cambie el destino de sus héroes. Ahí la literatura, atada a un modo específico de servicio, se convierte en entretenimiento, y las tendencias que estudia el mercado, en fuentes de inspiración. El escritor a sueldo construye personajes entrañables y tramas redondas; mezcla cualquier género con una buena dosis de thriller, erotismo y cocina gourmet. Publica siempre; suprime las palabras complejas. Sus libros son ya la película de la próxima temporada. Y debe aprender a gustar, si es que aspira a volar en primera clase. Porque, en el fondo, de eso se trata: de acceder a los valores de una sociedad a la que ha renunciado a criticar para entretenerla, una sociedad enamorada del consumo, el ascenso social, la ganancia y su propia estupidez.

No era sólo que Henry James estuviera siendo suplantado por un ejército de John Grishams, ni que Bouvard y Pécuchet fuera relegado al sótano por los remedios adulterados de la superación personalized. Lo que sucedía en el fondo era una batalla cultural de dimensiones insospechadas, una batalla silenciosa entre los intereses del mercado y las inquietudes de la imaginación y el pensamiento, intereses que a la larga se mostrarían no sólo incompatibles sino contrarios, como anticiparon con amargura Baudelaire y Flaubert. Cada vez que un libro quedaba fuera de combate por las presiones del rating, nos volvíamos más ignorantes y más frágiles sencillamente porque allowíamos que eso sucediera. Lo que se estaba imponiendo period un modelo de unificación cultural, que empezaba en los medios y se propagaba por todos lados hasta poner en peligro la diversidad de las librerías.

(recuerdo ahora uno de esos chistes que cuenta mi padre los domingos a la hora de la comida acquainted: en estos días, los mercados presionan a Yahvé para hacer del Sabbath un día laborable)

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